Exposición del diputado Rubén Martínez Huelmo (Espacio 609) en el Homenaje que la Cámara de Representantes rindió en el día 10 de setiembre de 2008 al General Aparicio Saravia, al cumplirse el centésimo cuarto aniversario de su fallecimiento.

SEÑOR MARTÍNEZ HUELMO.- Señor Presidente: la bancada del Frente Amplio, como en otras oportunidades, me otorga el inmenso honor de representarla en esta instancia en la que nuestra Cámara detiene su habitual trabajo legislativo para homenajear al General Aparicio Saravia, memoria que llevamos a cabo hoy, precisamente, cuando se cumplen ciento cuatro años de su muerte en los campos de Masoller.

Hace algún tiempo, alguien cuyo nombre no viene al caso, tratando de minimizar el hazañoso periplo vital de Aparicio Saravia, que sin duda trascendió a aquel 10 de setiembre de 1904, no se le ocurrió decir nada mejor que la revolución de Saravia enfrentó a un Gobierno constitucional, que el Gobierno constitucional la había enfrentado y que finalmente la revolución había sido derrotada.

Obviamente, esta martingala histórica, que hemos escuchado muchas veces en nuestra vida, siempre fue un artificio vulgar para no reconocer que luego de aquellos sucesos de 1904 en Uruguay ya nada sería igual. Ello por la simple razón de que ya no fue posible sostener por más el oprobio lacerante que implicaba la exclusión política imperante en aquella época, en aquel tiempo, la que estaba instalada desde siempre y, además, funcionaba como sistema, un sistema que alcanzaba a multitud de orientales.

Nosotros estamos seguros de que la revolución que lideró Aparicio Saravia se mide a sí misma, y encuentra sólidas razones que la justifican ante la posteridad por los antecedentes que le dieron lugar y por la suma de consecuencias que generó; toda una época que, lejos de pertenecer a un partido político, forma parte de la historia general del pueblo uruguayo, en virtud de las enseñanzas que se desprenden de aquellos hechos, obviamente, sin mengua de la divisa partidaria que Saravia encarnaba, que era la del Partido Nacional.

Cuando analizamos el común denominador de aquella época arribamos, en primer lugar, entre muchos factores, a la conclusión de que fueron tiempos de una fenomenal exclusión político partidaria y de un exacerbado sectarismo que dividió al país de manera irreconciliable. Y si bien el país tenía un funcionamiento institucional conforme a la Carta de 1830, con Cámaras legislativas, con Poder Judicial, etcétera, la impronta señalada, practicada desde los sucesivos Gobiernos, hizo necesario recurrir en más de una oportunidad al sacrificio de la lucha armada, lo que la historia reconoce como un derecho de los pueblos cuando sobre ellos cae la ignominia y la arbitrariedad, que era signo de aquellos tiempos. No quedó alternativa, y los hombres de paz abandonaron sus hogares, y desde todos los pagos engrosaron la revolución como última alternativa, buscando el respeto del que no eran objeto y, además, abrir cauce a los principios por los que la parcialidad de Saravia, desde Berro, Atanasio Cruz Aguirre y la caída en 1865 de Paysandú en adelante, bregó hasta el martirologio en pos de derechos que luego serían nacionales.

Señor Presidente: no habremos de entrar en lo profundo del siglo XIX, pero es insoslayable a la hora de analizar todo el proceso que genera la gesta de Aparicio Saravia referirse a la proclama emitida en 1870 por el coronel Timoteo Aparicio, conductor de otra célebre revolución, que levantó la bandera de los derechos electorales y el respeto por la Constitución Nacional, o aquel otro episodio de 1875, cuando Franciso Lavandeira, joven universitario, muere en la escalinata de la Matriz herido de bala en defensa del sufragio. Así fue que más adelante, la proclama de 1897, documento emitido por el ejército revolucionario, levanta el derecho a la revolución por parte de las minorías, en razón de la inexistencia de derechos elementales entre ellos, las garantías electorales y también porque el país vivía en la corrupción y el fraude electoral.

Señor Presidente, estamos pretendiendo obviar mayor número de antecedentes, sobre los que estamos dando tan solo titulares. Sabemos que mucho se repite que la revolución perdió y que, además, fue derrotada. El desquicio que era aquel statu quo político imperante, el del colectivismo de Herrera y Obes e Idiarte Borda, el de la llamada influencia drectriz y exclusivismo partidario, que gobierno tras gobierno se repetía, hicieron que a lo largo y ancho del país, tras el prestigio de Aparicio Saravia, miles de compatriotas tomaran el camino de redimir aquel estado de cosas y dijeran «¡Basta!».

Del dramatismo y la dureza de aquella decisión nadie puede dudar. Es muy fácil seguir aquellas dramáticas páginas de la historia nacional desde los libros, desde el estudio y la investigación, pero se sabe que los partes de Tupambaé dan centenares de muertos, se sabe que en Arbolito quedaron decenas de cuerpos hasta que cinco años después, en 1902, las Damas de la Cruz Roja de Montevideo concurrieron a aquellos campos a dar sepultura a los huesos de aquellos compatriotas que, generosamente, fueron desde ambos lados a la lucha, al sacrificio, sin otra especulación que la de servir al país según su leal saber y entender. Haya sido en el acierto o en el error, también a ellos rendimos nuestro tributo emocionado. Al fin y al cabo, lo que se derramó fue sangre de hermanos llevados por la pasión y los errores de un país joven. Pero la realidad marca que, aun con lo mejor de nuestra comprensión, no es posible desentenderse de las profundas injusticias políticas que dieron paso a la revolución.

Esos antecedentes justifican plenamente, a los ojos de la historia, el levantamiento armado, derecho que, ante aquella circunstancia, hoy casi nadie discute. En la actualidad es materia aceptada, además, que la revolución no buscó satisfacerse a sí misma, persiguiendo instalarse en el poder, sino que fue una revolución nacional en la amplia acepción del término y que debió salir al cruce a las políticas que aplicaban los gobiernos de la época, los que, parapetados en la Policía y el ejército de línea ancestro del que llevó a cabo la demencial aventura de la Triple Alianza sobre el Paraguay , daban rienda suelta al exclusivismo y al sectarismo político partidario más agobiante.

El proceso saravista aparece en la movilización de 1896, pero no finaliza el 10 de setiembre de 1904. En total confrontación con la concepción aquella de que la presunta derrota de los desvelos revolucionarios se da en la fecha en que cae Saravia, nosotros preferimos reconocer que su muerte proyectó y enlazó otros hechos que consolidaron una clara evolución política e institucional de la República, y que, como dije al comienzo, ya nada sería igual.

El corolario de aquel sacrificio, del pensamiento y la militancia luego de la generación que tomó aquella posta con todo su bagaje de profundos cambios políticos, se concreta sin ninguna duda en las urnas, en el gran triunfo popular del 30 de julio de 1916. La conexión política del saravismo con el 30 de julio de 1916 es imposible de desmentir; conformaba una unidad política e ideológica que descansaba sobre una pasión militante de profunda raíz cristiana, con un cuerpo místico enterrado en los lejanos campos de Brasil, con una leyenda que calaba hondo y que se retroalimentaba en los fogones, anunciando, como una oración de esperanza, que algún día volvería. Y cuando en 1922 regresó, traído por la autoridad nacionalista, el viaje en tren de su féretro desde Rivera a Montevideo demoró varios días, dando lugar a enormes concentraciones ciudadanas que demostraron que la pasión de sus seguidores estaba intacta y que su fuerza emocional atravesaría los tiempos para transformarse en fuente de inspiración de las futuras generaciones.

Pero los gobiernos de la época no escucharon las razones que motivaron aquellos levantamientos armados de 1896, 1897, 1903 y 1904. Para muestra alcanza con recordar que en diciembre de 1904, ni bien terminó la guerra, se promulgó una disposición electoral que afectaba la representación de la minoría. Es decir que se insistía con profundas inequidades que generarían otros levantamientos, como el de 1910.

Volviendo al hilo de la cuestión, señalaremos que el 30 de julio de 1916 se enfrentaron dos modos de concebir los temas políticos e institucionales de la República, y fue entonces cuando la oposición obtuvo mayorías en la conformación de la Convención Nacional Constituyente a la que, de acuerdo con las propuestas preelectorales, le correspondía modificar nada más y nada menos que la Carta de 1830. Se recuerda que para evitar la abstención de la oposición, el Gobierno decretó para el 30 de julio de 1916 el instituto del voto secreto, que se dio como una concesión especial, graciosa, pensando en un eventual triunfo del oficialismo, que finalmente no se dio.

Esa instancia y las negociaciones posteriores dieron como resultado un pacto constitucional por el que cristalizaron grandes conquistas democráticas que sin ningún lugar a dudas fueron resultantes del camino libertario a que obligaron las demandas revolucionarias de multitud de compatriotas acaudillados por Aparicio Saravia.

En la sesión del 26 de julio de 1917, en el seno de la Convención Nacional Constituyente, pide la palabra el miembro informante de la Comisión de Constitución, aquel gran tribuno y formidable parlamentario que fue el tacuaremboense Washington Beltrán, quien pausadamente, ante la magnitud y la grandeza del asunto, puntualiza todas las conquistas que prefiguraban el advenimiento de una democracia de verdad, que dejaba atrás tiempos de oprobio. «He aquí, señores constituyentes, todas las conquistas que nosotros creemos obtener», señaló serenamente Washington Beltrán.

Primera conquista: la inscripción obligatoria.

Segunda conquista: el voto secreto, con la garantía constitucional de que no se podía modificar ese principio sino por los dos tercios de votos de los componentes de ambas Cámaras.

Tercera conquista: la representación proporcional.

Cuarta conquista: prohibición a las autoridades policiales y a los militares en actividad de intervenir en trabajos electorales, salvo el voto. Al respecto, señaló Beltrán: «No necesito decir lo que esto significa. Hablarán con más elocuencia que yo todos los habitantes de la campaña».

Quinta conquista: el sufragio universal, aunque el voto de la mujer quedó excluido hasta 1938. De todos modos, debemos recordar que la Carta de 1830 hace que el analfabeto, el peón, el jornalero no puedan votar. Se abolieron, pues, esas prohibiciones, valiendo, a partir de aquel momento, el voto de los universitarios y el del rico potentado igual que el de los más humildes orientales.

Sexta conquista: se bajó de 25 a 18 años la edad para el ejercicio de la ciudadanía. El elemento más reaccionario se oponía en aquella época a esta nueva situación. No solo se iba a sentir el idealismo y la fuerza de la juventud lo que suena muy romántico , sino que esto tenía importancia porque se ampliaba el electorado. Al respecto, el miembro informante de la Constituyente decía: «El Presidente de la República con cuarenta mil empleados puede tener gran influencia cuando solo son sesenta o setenta mil los que votan. Pero si hacemos que un mayor número de ciudadanos pueda votar, si habilitamos un mayor número de hombres para el sufragio, es indudable que entonces la influencia política del Presidente de la República queda un tanto diluida en un electorado mayor».

Séptima conquista: el fácil reintegro al goce del ejercicio de la ciudadanía de miles y miles de emigrados con solo avecindarse en el país e inscribirse en el Registro Cívico. Esta medida pacificadora estaba destinada a miles de orientales y sus familias, a quienes los avatares de las turbulencias políticas habían arrojado a tierras del Brasil o de Argentina, en el ostracismo del exilio.

Octava conquista: el derecho a interpelación, pero no como una concesión graciosa de la mayoría. Sería, a partir de aquel momento, un derecho que se podía obtener con el voto de un tercio de los componentes de cada Cámara.

Novena conquista: se faculta al Parlamento a nombrar Comisiones de Inspección, lo que hoy serían las Comisiones Investigadoras. Es decir que no se trataba solo de una fábrica de leyes, sino que se daba la facultad de ejercer el contralor.

Décima conquista: se establece un ar¬tículo por el que se reconoce al legislador el derecho a pedir informes a los Ministros, datos sobre los asuntos que estime necesario para cumplir con su misión de ejercer el contralor y realizar examen de los asuntos públicos.

Otra conquista era la que establecía la elección del Presidente de la República de un modo drecto y por voto secreto. Hasta ese momento la elección había sido indrecta, por medio de la Cámara de Senadores, como Cuerpo elector. El nuevo principio, al decir de Beltrán, levantaba el nivel moral de las Cámaras, haciendo que legislaran y no que fueran un mero cuerpo elector presidencial. «A su vez, se evitará con ello designaciones clandestinas a espaldas del país, incluso con Presidentes abusando de su poder y designando a sus sucesores». Otras grandes conquistas fueron la autonomía municipal y aquella por la que se establecen los dos tercios para reformar la Constitución.

Señor Presidente: dije que luego de la muerte de Saravia, en un proceso de enfrentamiento armado que conmovió a la nación por largo tiempo, ya nada sería igual. Obviamente, como se ha señalado, hubo que alcanzar acuerdos, y se lograron. La nación finalmente entendió cuál debía ser el nuevo rumbo de nuestra democracia y de nuestras políticas sociales y, yo expresaría, el nuevo statu quo jurídico por el cual el país debía encaminarse.

Aquellos acontecimientos que se fueron concatenando desde 1896 a 1920 no se dieron aislados pues la historia, se ha dicho, fluye como un río y, por ello, ese desarrollo confirmó el fin de la exclusión política como sistema, el rumbo hacia la generación de un régimen con mayor participación política y la construcción de un sistema de garantías que legitimó el quehacer democrático de nuestro país. Sin duda que ello trajo un marco de desarrollo en todos los sentidos que el país, lamentablemente, no se había dado en el siglo XIX.

Antes de terminar, debo consignar algunas cosas más en esta fecha tan importante, por lo que voy a referir dos anécdotas.

En 1972 tuve la oportunidad de conocer y de entrevistar a doña Delfina Mena tía de Mena Segarra quien en aquel momento tenía noventa y dos años. Delfina Mena era hija del Coronel Antonio Mena, quien formaba en el Estado Mayor de Aparicio Saravia, y también, como él, cayó para siempre en Masoller. A su vez, era nieta de Ignacio Mena, quien había muerto en el combate de Chafalote, en el departamento de Rocha, durante la revolución de Timoteo Aparicio en 1870.

Había sido enfermera todo lo que estoy diciendo está documentado con grado de Teniente en la Sanidad Revolucionaria, allá en Melo. Nosotros le preguntamos por qué el pueblo blanco, Saravia y ella misma habían ido a la revolución. También le preguntamos por qué había ido su padre, con la División Cerro Largo. Y nos dijo con esa sencillez producto de su casi siglo de vida y de su larga historia de servicios políticos: «Porque la policía del gobierno no nos dejaba votar, llegaban las elecciones y desde los campos al atravesar los arroyos por las picadas, allí estaban piquetes de la policía con los comisarios a su frente y nos arriaban a los montes, ahí esperaban que terminara la hora de votación». Este testimonio logramos que lo publicara a dos páginas en un suplemento dominical el diario «Ahora» de Bruschera , el 10 de setiembre de 1972. Más tarde, Carlos Machado, en su Historia de los Orientales, Tomo III, la hace figurar en las referencias sobre causas y consecuencias de las revoluciones en el proceso saravista.

Ustedes expresarán: «Esta buena señora era saravista; ¿qué otra cosa podía decir de la policía y del Gobierno de aquella época?» Pero para que estas cosas no queden solamente en el ping pong de los viejos partidos históricos porque yo creo racionalmente, no pasionalmente, que la revolución tenía toda la razón, que el pueblo uruguayo que se expresaba a través de las banderas de quienes seguían a Aparicio Saravia tenía toda la razón en tomar las armas e ir a la revolución voy a sumar una cita del libro «Cuadernos de Marcha», escrito por el ex Diputado Eduardo Jaurena, porque vale para testimoniar lo que decía en el seno de la Constituyente el doctor Emilio Frugoni, quien fue delegado del Partido Socialista. Precisamente, hizo muy profundas reflexiones en la Constituyente en cuanto a las virtudes cívicas y políticas del voto secreto. Decía don Emilio Frugoni en la Constituyente: «Y es que el voto secreto detiene la opresión patronal, ataja la influencia conminatoria de los patronos sobre el ánimo de los proletarios, al penetrar estos en la zona libre de los comicios, donde aquél les permite reasumir por entero su voluntad para hacerla valer como un factor positivo en la decisión de las contiendas electorales. La tiranía económica, que a menudo se traduce en imposiciones de diverso orden y hace ilusoria la libertad política prometida a todos los ciudadanos de un país por las constituciones democráticas, halla en el voto secreto, al borde mismo de las urnas, una barrera infranqueable, una barrera que le es imposible trasponer. Los ciudadanos, aun los que se hallan en las peores situaciones económicas, los más sometidos material y moralmente, en el cuarto cerrado se reintegran a su propia personalidad cívica, volviendo sin temores e impunemente a sus verdaderos sentimientos y convicciones partidarias.- De sobra saben esto los enemigos que tiene ahora entre nosotros este gran instrumento de emancipación política, que repudian precisamente porque impide al gobierno obtener los sufragios forzados de miles de funcionarios públicos y de trabajadores del estado a quienes se les coloca en la vergonzosa disyuntiva de o votar por los candidatos oficialistas o quedarse en la calle.- Es, pues, ésta una conquista democrática que a nadie puede interesar tanto como a los trabajadores, a los proletarios, a los que no han alcanzado la independencia económica y están, por tanto, a merced de todas las imposiciones que se les hacen a la sombra o en virtud de la dura ley de la necesidad». Y decía que el voto secreto, pues, que defiende al oprimido económicamente, que lo defiende en su dignidad y en su derecho de ciudadano, solo puede ser negado por los enemigos de la clase obrera o por aquellos aparentemente amigos.

Señor Presidente: el Convencional Frugoni refería a que el statu quo reinante, desde el punto de vista de una elección, era presentarse ante la Mesa y cantar el voto. Y dado que la Mesa estaba integrada por la policía, por el Comisario, y siendo empleado público como decía Beltrán en la Constituyente ¡había que votar contra el candidato oficial! Eso era estar en la calle al otro día.

A mi modo de ver, la contundencia del testimonio de Frugoni en el seno de la Constituyente me exime de mayores comentarios. Agrego también que, como se ha dicho acá en los últimos días, fue necesaria la legislación de 1924 y 1925 sobre justicia electoral: todas aquellas fueron concreciones que terminaron siendo hijas de una generación que formalizó la democracia nacional que nos distingue ante el mundo y que no dejó nada librado a la veleidad del gobernante de turno.

La nueva doctrina abonaba, entonces, la experiencia de oprobio y de exclusión practicada, hasta que la revolución de Saravia se planta en la cancha y dice: ¡No va más!

Señor Presidente: en los próximos días la Unión Interparlamentaria va a conmemorar la Declaración Universal sobre la Democracia. Yo voy a eximir a los señores legisladores de su lectura, pero les pido que la consulten, porque creo que detrás de todos los valores que tiene esta Carta de la democracia, patrocinada por la Unión Interparlamentaria, está la revolución de Aparicio Saravia y el pensamiento que se desarrolló a posteriori. Como sucede con tantos héroes latinoamericanos, creo que la figura de Aparicio Saravia hoy ha tomado una dimensión, no sé si universal, pero por lo menos continental.

Finalizando, debo agradecer a la bancada del Frente Amplio, donde cultivamos tantas tradiciones políticas y filosóficas como siempre con respeto y con afecto , que me haya concedido la hermosa oportunidad de representarla en esta sesión.

Tan solo quería relatar, desde mi más absoluta racionalidad, que detrás de aquellas grandes conquistas nacionales estuvo el rumbo heroico y generoso del General Aparicio Saravia y de miles de ciudadanos que trocaron los afectos, el trabajo y la comodidad de sus hogares por la cruda intemperie, para transformarse en servidores de las libertades públicas, llevando como brújula tan solo el pabellón de la nación.

Es cuanto quería manifestar. Muchas gracias.