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Titulado “El problema de la TV uruguaya y su generación ‘simpática’”.

Con la excepción de TNU (canal 5), la televisión abierta es un atentado cultural. Salvo alguna honrosa rareza, la programación que ofrecen los tres canales privados carece de valor cultural alguno (y yo sí creo que hay valores culturales preferibles a otros y que inciden radicalmente en la construcción del capital cultural de una sociedad). La televisión privada abierta cada vez genera más espacios chabacanos y acumula comunicadores de escasa altura intelectual y sobrada guaranguería. Hay toda una generación de personajes «simpáticos» que han acaparado los espacios televisivos y que denotan la decadencia de nuestros medios televisivos. En algún momento -quizás casi sin darnos cuenta- hemos pasado de una televisión abierta que -aún con sus defectos- tenía su grilla de atractivo cultural, generaba valores deseables, contaba con periodistas formados intelectualmente, producía programas de debates con peso reflexivo e interés comunitario, a una televisión resumida en la expresión «la hora de la pavada», tardes acaparadas por los programas de chimentos (donde varias de las peores bajezas humanas son exhibidas cuál trofeo) , programas que utilizan los archivos televisivos para burlarse de otros (y que, de colmo, alguno le suma la apuesta a un humor burdo, carente en última instancia de toda sutileza) e incluso periodísticos meramente amarillistas.

Basta con analizar la apuesta a qué tipo de programas realizan los canales privados en materia de producción nacional para darnos cuenta del nefasto viraje que le han dado sus autoridades a la manera de comunicar, informar y «entretener». Ni que hablar de lo que supone -culturalmente hablando- por estos días el regreso del universo Tinelli, paradigma de la frivolidad de época.

Y esto tiene un alto costo, porque la televisión -se admita o no, quiera alguno quitarse responsabilidades o no, se señale o no que esa no es su tarea- educa y conforma en buena medida el imaginario colectivo y colabora en todo caso en la creación de valor social, de valores culturales.

Hace ya veinte años, en el libro «La lección de este siglo», el filósofo austríaco de cuño liberal Karl Popper al abordar el tema de la televisión plantea lo siguiente, en un pasaje particularmente contundente:

«Los maestros no tienen chance ante la televisión. (…) La televisión tiene una fórmula imbatible: «Acción y más acción»- esa es toda la filosofía de los productores de TV. ¿Qué puede presentar un maestro contra eso? Solo la voz de la razón (…) Los maestros no tienen la mínima chance de resistir eso. (…) ¿No hay regulaciones de tráfico muy precisas? Piense solo en el peligro increíble de usar automóviles sin un código de autopistas? (…) Necesitamos una licencia para conducir, ¿no es cierto? Y si usted conduce peligrosamente se la sacan, ¿verdad? Bueno, hagamos lo mismo con la televisión (…) ¿Acaso el mercado no tiene sus reglas? Si un editor italiano saca un libro mío, ¿no tiene que pagarme derechos de autor? ¿Esto va en contra de la «sociedad abierta»? En todas las cosas de la vida habría caos si no introdujéramos reglas. Eso tampoco es todo. Para funcionar, el mercado necesita no solo reglas, sino también cierta cantidad de confianza, autodisciplina y cooperación. Por eso vuelvo a mi argumento de que la televisión tiene un enorme poder sobre la mente humana, un poder que no existió nunca antes. Si no restringimos su influencia, seguirá alejándonos de la civilización, haciendo que los maestros queden sin poder para hacer nada al respecto. Y al final del túnel, no hay nada más que violencia. Comencé a hacer sonar estas alarmas hace cuatro o cinco años, pero no han tenido efecto. Sé que nadie quiere detener este terrible poder.»

Puede sonar quizás apocalítptica la posición de Popper, pero ¿si en alguna medida tiene razón? Quizás sea tiempo de abrir un frente de debate en serio -ajeno a toda politización partidaria del tema- y con efectos concretos respecto de la responsabilidad de las autoridades televisivas en cuanto a su colaboración con la estupidización y la desvalorización cultural de nuestra sociedad, particularmente de las nuevas generaciones. Al final de cuentas, ¿quién paga las cuentas del atentado cultural al que nos someten a diario? ¿No hay responsables al respecto? Si la apelación a la «libertad» y el libre juego de las «preferencias» (como si estas no se marcaran) sirve para engordar bolsillos de empresarios televisivos y eximirlos de sus responsabilidad en al asunto, a costa de hipotecar el capital cultural de las nuevas generaciones, más vale ser un poquito menos «libres» en la materia, pues, en definitiva, no hay mayor libertad que la que nos otorga una cabecita bien construida y enriquecida culturalmente”.

Pablo Romero.