Jesús resucitóDescubrir al Dios de la vida es abrirse a reconocerlo entre nuestros prójimos

Χριστός ανέστη (¡Christos anesti!) Cristo ha resucitado!! Es la proclamación más antigua de la Iglesia tradicional que con las palabras en griego exclamaba a toda voz que la muerte había sido vencida con la muerte de un hombre que, tres días más tarde, se levantaba de ella para vivir para siempre. Ya no hay que buscarlo entre los muertos!! Jesús camina en el mundo de los vivos pues ha resucitado (Lc 24, 5-6). Su cuerpo ya no está en el sepulcro (Jn 20, 1-2). Jesús fue visto por María Magdalena a la puerta del sepulcro (Jn 20, 11-18) y también por los discípulos que volvían a su pueblo entristecidos (Lc 13-35). Dice Juan que al atardecer de aquel primer día de la semana Jesús se apareció y da pruebas de que es él mostrando sus heridas en las manos y el costado (Jn 20, 19-20), pero también se les apareció junto al lago de Tiberíades mientras iban a pescar (Jn 21, 1-3).

Los Evangelios son una prueba histórica de la resurrección de Jesús, describiendo un hecho del pasado, vivido por hombres y mujeres que, una vez reorganizados y siguiendo las indicaciones del Maestro, van poniendo por escrito todo lo vivido. Pero también son el testimonio valioso de una experiencia que ha conmovido la fibra más íntima de esta comunidad de seguidores que los lleva a enfrentar incluso a la muerte. Este valor de asumir las consecuencias que trae afirmar que aquel hombre que fue primero alabado y luego despreciado por el pueblo, se sostiene en una fuerza superior. Esta fuerza no sólo elimina el miedo, la tristeza, el fracaso; no sólo da ánimo, alegría, valor y fortaleza. Esta fuerza transforma, cambia, convierte. De una realidad de sufrimiento sin salida, de un dolor profundo se pasa a un nueva situación de vida, de gozo de paz. El signo de la presencia de Jesús es la paz: “La paz esté con ustedes” (Lc 24, 36).

Uno de los grandes problemas en la actualidad de los cristianos es cómo testimoniar esta fe recibida de la Tradición de la Iglesia, relatada en la Sagrada Escritura, pero que nos invita a dar crédito de lo que creemos. Es un gran desafío atravesar la propuesta de celebrar los Misterios principales de nuestra fe durante la semana Santa, sin quedarnos en un simple recordar lo que pasó hace años, reduciendo la fe a una práctica cultual, muchas veces sin sentido para el mundo actual. ¿Cuántos hermanos nuestros acuden a las celebraciones de la semana Santa sin comprender los símbolos, gestos y palabras que se viven en la Liturgia?¿Qué significa vivir para morir o morir para vivir? ¿Qué es dar la vida a imagen de Jesús en la Cruz?¿Qué valor tiene la Cruz para nosotros? ¿Qué significa que la muerte no tiene la última palabra? ¿Cuándo se resucita?

Estas y muchas otras preguntas nos podemos hacer junto al desafío que implica vivir en un mundo tan injusto como el de los tiempos de Jesús, donde cada día siguen muriendo inocentes por causa de la maldad de los que dirigen los hilos de la historia, pero con la gran diferencia de que los cristianos debemos ser reflejo de lo que creemos. Esto debe llevarnos a un verdadero examen de conciencia personal y comunitario. Muchos de nosotros dormimos tranquilos creyendo que cumplimos con nuestra misión: trabajamos, tenemos una familia, hijos, pagamos nuestras cuentas, no vivimos con mucho lujos, incluso a veces estamos privados de algunas cosas. Pero ¿estamos oyendo todo el mensaje que nos transmite la Cruz de Jesús? ¿Qué hacemos al respecto de los más pequeños que Jesús nos manda recibir (Mt 10, 42), o al prójimo que nos pide amar (Lc 10, 27)?

La muerte injusta de tantos hermanos es fruto también de una injusticia que todos promovemos. No basta no hacer el mal, no matar directamente a nadie. Muchas de nuestras faltas son por omisión: a menudo no hacemos todo el bien que podríamos hacer, no nos mezclamos con los que más sufren y nos necesitan, no luchamos por las causas de otros que padecen injusticia. A diario callamos lo que vemos y miramos para otro lado. Hacemos silencio, un silencio que se hace cómplice del mal que se nos cuela por todos lados. Dice Gutiérrez: “El silencio cobarde ante los sufrimientos de los pobres, que busca disimularse con mil justificaciones sutiles, es hoy una falta particularmente grave para el cristiano latinoamericano” (G.Gutiérrez,1984). Por eso es necesario examinar nuestra responsabilidad ante la muerte de tantos hermanos, ya que en su rostro se nos revela hoy el rostro de sufriente del Señor (Puebla 31).

Por lo tanto la misma realidad nos da una gran oportunidad de encontrarle un sentido a la muerte, pasión y resurrección de Jesús, en el hoy de nuestras vidas. Por un lado reconociendo en las víctimas actuales a Cristo crucificado. Cada ser humano privado de comida, vestimenta, viviendo y de cuidados necesarios en lo que refiere a salud nos representa la inocencia de Jesús en la Cruz, el cordero de Dios sacrificado por la injusticia humana. Esa inocencia que nosotros hemos perdido, nos asemeja a quienes gritaban: “Crucifícalo, crucifícalo” (Lc 23, 21) cuando ignoramos el sufrimiento de nuestros hermanos. Todos sabemos quienes son, donde están, qué necesitan, pero muy pocos son los que hacen algo por ellos. Esperamos que los gobiernos se ocupen de los pobres y desvalidos, que haya centros de rehabilitación de los que se equivocan, pero poca responsabilidad asumimos cada uno de nosotros ante su situación.

Para que el cristianismo actual sea creíble debe dar cuentas de su valor y de su coraje ante tanta maldad que desencadena un ciclo de muerte, que lo lleve a un real compromiso social y que se manifieste en acciones concretas. A la oración y la vida sacramental deben sumársele decisiones que incidan en las opciones políticas y en las tomas de decisión para defender la vida de los más necesitados. Leer el mensaje de Jesús -con un corazón contrito (Sal 51, 17)- acerca del buscar el Reino de Dios y su justicia  (Mt 6,33) es comprometerse a acompañar de cerca los procesos y las manifestaciones de las masas populares -sobre todo las de fuera de la Iglesia- es un camino de reconciliación con el mismo Dios de la justicia. Nosotros actuamos normalmente al revés: buscamos la añadidura y la justicia se la pedimos a Dios en oración.

Si los cristianos deseamos ser testigos creíbles y fieles del resucitado debemos vivir a su imagen y encontrándonos también con él en los más necesitados. En ellos Dios nos habla y nos invita a servirlo como el buen samaritano (Lc 10, 25-37) y así hacernos cargo de sus sufrimientos y desvelos. Jesús enseñaba que el amor más grande es el que se da por los amigos (Jn 15,13), y el amor es vida y por lo tanto quien se da por otros, reconoce que lo único valioso que tiene es su propia vida. Y la vida trae más vida como el amor traer más amor y sólo el amor es digno de fe (Balthasar). El amor cristiano es es sublime y trascendente: se trata de sufrir  y soportar, compartir y conllevar, es un recibir y acoger, es un redimir, un transformar. En fin es resucitar! Por tanto no busquemos más al vivo entre los muertos. Jesús está vivo entre los vivos que sufren y que esperan que nosotros le acerquemos la Salvación, no sólo la del más allá, sino sobre todo la del más acá.   

 

Bibliografía

Busto Sainz, José (2009) Cristología para empezar, Santander, Sal Terrae

Gutiérrez, Gustavo (1984) Beber en su propio pozo, Salamanca, Sígueme

Panikkar, Raymond (1967) Los dioses y el Señor, Buenos Aires, Columbia

Balthasar, H. Urs Von (1988) Sólo el amor es digno de fe, Salamanca, Sígueme.