Una vez más, Jorge Majfud nos provoca a reflexionar sobre temas profundos a la naturaleza humana. En este caso bajo el título «¿Cree usted en Dios, sí o no?»

«Me preguntan si creo en Dios y me advierten que necesitan sólo una frase. Dos a lo sumo. Es fácil, sí o no.

Lo siento, pero ¿por qué insiste usted en someterme a la tiranía de semejante pregunta? Si de verdad les interesa mi respuesta, tendrán que escucharme. Si no, buenas tardes. Nada se pierde.

La pregunta, como tantas otras, es tramposa. Me exige un claro si o un claro no. Tendría una de esas respuestas bien claras si el dios por el que se me pregunta estuviese tan claro y definido. ¿Le gusta usted Santiago? Perdone, ¿cuál Santiago? ¿Santiago de Compostela o Santiago de Chile? ¿Santiago del Estero o Santiago Matamoros?

 Bueno, mire usted, mi mayor deseo es que Dios exista. Es lo único que le pido. Pero no cualquier dios. Parece que casi todos están de acuerdo en que Dios es uno solo, pero si es verdad habrá que reconocer que es un dios de múltiples personalidades, de múltiples religiones y de mutuos odios.

La verdad es que no puedo creer en un dios que calienta los corazones para la guerra y que infunde tanto temor que nadie es capaz de mover una coma. Por lo cual morir y matar por esa mentira es una práctica común; cuestionarlo una rara herejía. No puedo creer y menos puedo apoyar un dios que ordena masacrar pueblos, que está hecho a la medida y conveniencia de unas naciones sobre otras, de unas clases sociales sobre otras, de unos géneros sobre otros, de unas razas sobre otras. Un dios que para su diversión ha creado a unos hombres condenados desde el nacimiento y otros elegidos hasta la muerte y que, al mismo tiempo, se ufana de su universalidad y de su amor infinito.

¿Cómo creer en un dios tan egoísta, tan mezquino? Un dios criminal que condena la avaricia y la acumulación del dinero y premia a sus avaros elegidos con más riquezas materiales. ¿Cómo creer en un dios de corbata los domingos, que grita y se hincha las venas condenando a quienes no creen en semejantes aparato de guerra y dominación? ¿Cómo creer en un dios que en lugar de liberar somete, castiga y condena? ¿Cómo creer en un dios mezquino que necesita la política menor de algunos fieles para ganar votos? ¿Cómo creer en un dios mediocre que debe usar la burocracia en la tierra para administrar sus asuntos en el cielo? ¿Cómo creer en un dios que se deja manipular como un niño asustado en la noche y sirve cada día los intereses más repudiables sobre la tierra? ¿Cómo creer en un dios que dibuja misteriosas imágenes en las paredes húmedas para anunciar a la humanidad que estamos viviendo un tiempo de odios y de guerras? ¿Cómo creer en un dios que se comunica a través de charlatanes de esquina que prometen el cielo y amenazan con el infierno al que pasa, como si fuesen corredores de bienes raíces?

¿De qué dios estamos hablando cuando hablamos de Dios Único y Todopoderoso? ¿Es el mismo Dios que manda fanáticos a inmolarse en un mercado el mismo Dios que manda sus aviones a descargar el infierno sobre niños e inocentes en su nombre? Tal vez sí. Entonces, yo no creo en ese dios. Mejor dicho, no quiero creer que semejante criminal sea una fuerza sobrenatural. Porque bastante tenemos con nuestra propia maldad humana. Solo que la maldad humana no sería tan hipócrita si se dedicara a oprimir y a matar en su propio nombre y no en nombre de un dios creador y bondadoso.

Un Dios que permite que sus manipuladores, que no tienen paz en sus corazones hablen de la paz infinita de Dios mientras van condenando a quienes no tienen fe. A quines no tienen fe en esa trágica locura que le atribuyen cada día a Dios. Hombres y mujeres sin paz que se dicen elegidos por Dios y van proclamándolo por ahí porque no les resulta suficiente que Dios los haya elegido por su dudosas virtudes. Esos terroristas del alma que van amenazando con el infierno, con voces suaves o a los gritos a quienes se atreven a dudar de tanta locura. 

Un Dios creador del Universo que debe acomodarse entre las estrechas paredes de casas consagradas y edificios sin maleficios levantados por el hombre, no para que Dios tenga un lugar en el mundo sino para tenerlo a Dios en un lugar. En un lugar propio, es decir, privatizado, controlado, circunscripto a unas ideas, a unos párrafos y al servicio de una secta de autoelegidos.

Luego la acusación clásica para todo aquel que dude de los reales atributos de Dios  establecidos por la tradición es la de soberbia. Los furiosos predicadores, en cambio, no se detienen un instante a reflexionar sobre su infinita soberbia de pertenecer y hasta de guiar y administrar el selecto club de los elegidos del Creador.

Lo único que le pido a Dios es que exista. Pero cada vez que veo estas hordas celestiales me acuerdo de la historia, cierta o ficticia, del cacique Hatuey, condenado a la hoguera por el gobernador de Cuba, Diago Velásquez.  Según el padre Bartolomé de las Casas, un sacerdote lo asistió en sus últimas horas tratando de ganarlo para el cielo si se convertía al cristianismo. El cacique le preguntó si se encontraría allí con los hombres blancos. «Si -respondió el cura-, porque ellos creen en Dios». Lo que fue razón suficiente para que el rebelde desistiera de aceptar la nueva verdad.

Entonces, si Dios es ese ser que camina detrás de sus seguidores en trance, la verdad, no puedo creer en él. ¿Para qué habría el Creador de conferir razón crítica a sus creaturas y luego exigirles obediencia ciega, temblores alucinados, odios incontrolables? ¿Por qué habría Dios de preferir los creyentes a los pensantes?  ¿Por qué la iluminación habría de ser la pérdida de la conciencia? ¿No será que la inocencia y la obediencia se llevan bien?

¿Y todo esto quiere decir que Dios no existe? No. ¿Quién soy yo para dar semejante respuesta? Solo me preguntaba si el creador del Universo realmente cabe en la cáscara de una nuez, en la cabeza de un misil».

Jorge Majfud

Newark, mayo 2009.