Miles de fieles han podido celebrar la fiesta de San Josemaría en varias

iglesias de la capital y del interior del país.

En MONTEVIDEO, se celebraron misas en María Auxiliadora (Talleres Don

Bosco), también  transmitida en vivo por Radio María Uruguay; en Stella

Maris, en el Santuario del Señor Resucitado (Tres Cruces) y en San Pedro

Apóstol (Buceo).

En el interior del país, se celebraron en la Basílica Nuestra Señora del

Rosario y San Benito de Palermo, de PAYSANDÚ; en la Basílica San Juan

Bautista, Catedral de SALTO; en la iglesia San Pedro, de DURAZNO; en Ntra.

Sra. de la Candelaria, de PUNTA DEL ESTE-MALDONADO; en la iglesia San José

Obrero, de TREINTA Y TRES; en la Basílica Catedral de SAN JOSÉ; en la

iglesia San Fructuoso, Catedral de TACUAREMBÓ; en Nuestra Señora del Pilar

y San Rafael, Catedral de MELO; y en la iglesia San Antonio de Padua, de

LAS PIEDRAS (CANELONES).

A continuación transcribimos la homilía pronunciada por el Vicario del

Opus Dei en Uruguay, Mons. Carlos Ma. González Saracho (Iglesia María

Auxiliadora, Montevideo, 23 de junio 2011):

«Representa una particular alegría poder celebrar hoy la Santa Misa de San

Josemaría Escrivá en este templo que está muy directamente vinculado a los

comienzos del Opus Dei en Uruguay. Quizá algunos de ustedes no sepan que,

cuando el Padre Agustín Falceto y el Padre Gonzalo Bueno llegaron a

Montevideo en octubre de 1956, para iniciar la labor de la Obra, vivían en

una casa alquilada en Bulevar Artigas y Canelones. Como no tenían dinero

para instalar el oratorio en esa casa, celebraban diariamente la Misa en

esta Iglesia, hasta mayo de 1957, cuando por fin pudieron instalar el

oratorio en Bulevar Artigas. Durante los primeros 7 meses del Opus Dei en

Uruguay, los cimientos se pusieron entre estas paredes.

“Jesús dijo a Simón Pedro: No temas: desde ahora serás pescador de

hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo

siguieron”.

Estas palabras que acabamos de leer en el Evangelio de San Lucas nos

sitúan en la dinámica habitual de los encuentros de Jesús con los

personajes del Evangelio: dialoga, anima, pone metas, exige. Vemos también

la respuesta generosa de los discípulos que le siguieron “dejándolo todo”.

Esta escena nos recuerda que Jesús sigue entablando también hoy ese

diálogo exigente con cada uno de nosotros; y lo hace partiendo del hecho

de que El se entregó primero, “nos amó primero”. Una prueba constante,

siempre actual de ese amor es su presencia en la Eucaristía. Se quedó para

nosotros, con nosotros, por nosotros.

Por otra parte, tenemos la experiencia de que cuando queremos seguir al

Señor, seguirlo de cerca, cuesta. Pero también es verdad que se nos da El

mismo como alimento, como medicina. Pide mucho, pero da mucho, da todo: se

entrega El mismo.

Este año la fiesta litúrgica de San Josemaría (26 de junio) coincide con

la Solemnidad del Corpus Christi, lo que es un motivo de especial alegría

porque podría decirse que San Josemaría tenía una  “dependencia” de la

Sagrada Eucaristía, no podía vivir sin ella.

Además, el próximo miércoles 29 de junio se cumplen 60 años de la

ordenación sacerdotal de Benedicto XVI, lo que nos lleva a rezar

especialmente por el Santo Padre y por la santidad de los sacerdotes.

Las dos celebraciones  (Fiesta del Corpus Christi  y aniversario de la

ordenación sacerdotal del Papa) están íntimamente vinculados: la

Eucaristía y el sacerdocio ministerial. Si no hubiera sacerdotes, no

habría Eucaristía; y, sin Eucaristía, no hay Iglesia.

Podemos aprovechar esta celebración de hoy para profundizar en el ejemplo

de vida eucarística de San Josemaría y para examinarnos sobre cómo es para

cada uno de nosotros nuestra relación personal –vital- con el Sacramento

del Altar.

Para San Josemaría, la Santa Misa era incluso el «centro físico» de su

jornada. El solía dividir su día en dos partes: hasta el mediodía

agradecía a Dios por la Misa celebrada y, después del rezo del Angelus,

comenzaba a prepararse para la Misa del día siguiente.

Alguna vez nos confió a sus hijos que, desde su ordenación sacerdotal, se

preparaba cada día para celebrar el Santo Sacrificio “como si fuese la

última vez”. Este pensamiento de que el Señor podía llamarle a Sí

inmediatamente después, le animaba a volcar en la Misa toda la fe y el

amor de que era capaz. Así, hasta llegar al 26 de junio de 1975, en que

celebró su última Misa con extraordinario fervor. Pienso que este es un

propósito muy sencillo, que nos puede ayudar a aprovechar mejor cada uno

de esos minutos de valor infinito en cada Misa.

En 1974, cuando estuvo tres semanas en Buenos Aires, muchos uruguayas y

uruguayos participamos en  más de un encuentro con San Josemaría. En uno

de ellos –más reducido-, nos contó un recuerdo personal de cuando tenía 18

años y se trasladó a Zaragoza. Una vez que pasaba delante de un bar llamado

«Gambrinus», vio que dentro del local estaba un famoso torero. Algunos

niños se acercaron a aquel personaje popular, y San Josemaría recordaba

cómo uno de ellos salió del bar exclamando exultante: «¡lo he tocado!»

Esta escena que sigue siendo ahora habitual –basta ver las fotos de las

despedidas y llegadas al aeropuerto de un equipo de fútbol- a San

Josemaría le impresionó fuertemente –por el entusiasmo del niño-, y la

evocaba con frecuencia para exhortarnos a reflexionar sobre el hecho de

que nosotros tocamos (comemos) a Jesús cada vez que le recibimos en la

Eucaristía. No nos podemos acostumbrar nunca a esta maravilla.

San Josemaría tenía una costumbre sencilla  de cumplir, y en la que se

ejercitaba con constancia: adorar a la Eucaristía metiéndose al menos con

la imaginación en las iglesias por las que pasaba en coche, o que veía de

lejos por la carretera; o, simplemente, las que le venían a la memoria.

También le gustaba contar los Centros del Opus Dei por Sagrarios: no

decía, en tal ciudad hay tantos Centros del Opus Dei, sino tantos

Sagrarios…

Referiré ahora  unos detalles del modo en que celebraba la Santa Misa, que

nos pueden resultar de mucha utilidad para nuestra devoción personal. En la

Consagración, al elevar el Pan Eucarístico y la Sangre de Nuestro Señor,

repetía siempre algunas oraciones –no en voz alta, sino con la mente y el

corazón-.

Concretamente, mientras tenía la Hostia consagrada entre las manos, decía:

“Señor mío y Díos mío”, el acto de fe de Santo Tomás Apóstol. Después,

inspirándose en una invocación evangélica, repetía lentamente: “Adauge

nobis fidem, spem et caritatem”; pedía al Señor para todos la gracia de

crecer en la fe, la esperanza y la caridad. Inmediatamente después,

repetía una plegaria dirigida al Amor Misericordioso, que había aprendido

y meditado desde joven, pero que no utilizaba nunca en su predicación:

“Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús,

Vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo en Él, por Él, y con Él, a

todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas”. Después añadía

la invocación: “Señor, danos la pureza y el gaudium cum pace, a mí y a

todos”, pensando, en primer lugar, en sus hijos del Opus Dei. Por último,

mientras hacía la genuflexión, después de haber elevado la Hostia o el

Cáliz, recitaba la primera estrofa del himno eucarístico “Adoro te devote,

latens deitas”, y decía al Señor: «¡Bienvenido al altar!»

Pueden parecer “muchas cosas” para tan pocos segundos. Pero es que, cuando

vamos descubriendo el valor redentor, infinito de la Misa, queremos vivir

intensamente cada parte, cada gesto; y se nos van ocurriendo recursos para

aprovechar mejor esos minutos. Se entiende, entonces, lo que escribió en

Camino (n. 529) “La Misa es larga, dices, y añado yo: porque tu amor es

corto”.

Para terminar, quiero leer una cita del Cardenal Ratzinger (ahora

Benedicto XVI). En 1996 dio en Roma una conferencia a sacerdotes, sobre la

identidad sacerdotal, la santidad sacerdotal (tema siempre, y especialmente

ahora, de actualidad). Decía entonces el Cardenal Ratzinger, recordando

algo que le había impresionado: “Me viene a la memoria una anécdota de los

orígenes del Opus Dei. Una joven tuvo ocasión de participar por primera vez

en conferencias del fundador, don Josemaría Escrivá. Sobre todo tenía

curiosidad por escuchar a tan elogiado orador. Pero cuando participó con

él en la Misa –así lo contaba después– ya no quería seguir escuchando a un

orador humano, sino sólo reconocer la palabra y la voluntad de Dios. El

servicio de la palabra exige del sacerdote la participación en la kénosis

de Cristo, el abrirse y el perecer en Cristo. Que él no habla de sí mismo,

sino que porta el mensaje de otro no significa, ciertamente, una falta de

participación personal, sino lo contrario: un perderse dentro de Cristo

que asume el camino de su ministerio pascual y, de esta forma, conduce al

verdadero encuentro consigo mismo y a la comunión con él, que es la

Palabra de Dios en persona”. (JOSEPH RATZINGER, Convocados en el camino de

la Fe, Ediciones Cristiandad, Madrid 2004, pp. 166-167)

Con su inteligencia de teólogo y con un lenguaje técnico, el Papa nos

expresa una experiencia fundamental: lo que más atraía –mejor dicho, lo

que más acercaba a Cristo- en la figura de San Josemaría no eran sus

escritos o su predicación, sino su cercanía con la Eucaristía, el modo en

que cada día se actualizaba en sus manos el Sacrificio de la Cruz.

Le pedimos a María Auxiliadora, a quien está dedicada esta Iglesia que no

nos acostumbremos nunca a este Misterio de Amor, que es la Eucaristía. Que

nos demos cuenta de que el mundo y el hombre no existen por sí mismos, ni

tampoco se explican por sí mismos. Que son obra de un espíritu que no

tiene origen, ni final. Que este Logos eterno entró en contacto con el

hombre, criatura suya, para revelarse a él, surgiendo en la historia de la

humanidad en la persona de Jesús de Nazaret, que nació de mujer (María

Santísima) y se quedó para siempre para nosotros en la Eucaristía».

http://www.opusdei.org.uy/art.php?p=44473