5 de enero de 2012.

Guantánamo: Una decenio de daños a los derechos humanos

Hace 10 años, tras los atentados del 11/S, el presidente estadounidense George W. Bush dio la orden de establecer una prisión fuera del territorio nacional para recluir a “combatientes enemigos” capturados en la recién declarada “guerra contra el terror”.

Esa prisión, Guantánamo, con sus capuchas y mamelucos de color naranja, jaulas y cercas de alambre de espino, no tardó en convertirse en un símbolo de detenciones arbitrarias, entregas extraordinarias, tortura y otros abusos, y absoluta falta de respeto de los derechos humanos de los detenidos por parte de las autoridades estadounidenses.

Es posible que el presidente Bush lamente haber creado este centro de detención. Al final incluso él dijo que quería cerrarlo. Sin embargo, cuando dejó su cargo, Guantánamo seguía en funcionamiento y había aún 245 hombres recluidos allí.

El sucesor de Bush, Barack Obama, prometió cerrar Guantánamo “en seguida”, en enero de 2010 como muy tarde. Casi tres años después de formularse esta promesa, Guantánamo continúa abierto, y hay aún más de 150 hombres allí, casi la tercera parte de ellos a pesar de haberse dictado órdenes judiciales de dejarlos en libertad.

Guantánamo se concibió siempre de manera que fuera difícil. Su situación, en terrenos de una base de la Marina estadounidense en la punta sureste de Cuba, se eligió en parte para eludir la legislación estadounidense sobre el hábeas corpus. Su aislamiento hacia posible su funcionamiento sin ningún escrutinio. Estaba restringido el acceso de los abogados, no se permitían las visitas de familiares y había prácticamente ningún contacto con el mundo exterior. Los hombres llevados allí estaban realmente solos.

Lo que ocurría en Guantánamo no era por accidente. Altos mandos militares lo llamaban “el laboratorio de batalla de Estados Unidos”, reconociendo así un entorno “conducente a obtener información aprovechando las vulnerabilidades de los detenidos”. Los tratos y condiciones inhumanos y degradantes eran habituales, y el centro estaba conectado a sistemas más amplios de detención secreta y tortura. Los responsables no tenían nada que temer, pues Estados Unidos utilizaba el secreto para ocultar las violaciones de derechos humanos y apenas hacía nada para pedir cuentas a sus autores.

A los hombres recluidos en Guantánamo se les negó durante años el derecho a una vista judicial para impugnar la legalidad de su detención. Los pocos que eran sometidos a juicio, no lo hacían ante tribunales de justicia ordinarios, sino ante comisiones militares especiales, con reglamentos que incumplían las normas internacionales sobre juicios justos. Los tribunales militares desempeñan todavía una función primaria, y su uso parece cada vez mas arraigado.

El presidente Obama se ha retractado de su promesa de cerrar Guantánamo, aduciendo que no puede hacer nada debido al obstruccionismo del Congreso, las presiones internas y el clima de temor de Estados Unidos. Pero nada de esto puede ser una excusa válida. Estados Unidos no admite a otros países razones de este tipo, y el resto del mundo no debe admitírselas a él.

Estados Unidos habla con fluidez el idioma de los derechos humanos cuando se refiere al panorama mundial, pero tartamudea cuando se trata de su propia conducta. Tanto Bush como Obama prometieron situar los derechos en el centro de sus estrategias antiterroristas, pero Estados Unidos continúa sin cumplir este compromiso.

En lugar de ello, el mensaje que transmite el gobierno estadounidense con la existencia aún de Guantánamo y de las políticas que representa es que el mundo entero es el campo de batalla de una “guerra” global en la que los derechos humanos no son aplicables y en la que Estados Unidos tiene derecho exclusivo a establecer sus propias reglas.

En virtud de este planteamiento, dispensar un trato humano a los detenidos parece una elección política, más un requisito jurídico, que es lo que en realidad es; el derecho a un juicio justo depende de la nacionalidad del acusado o de consideraciones políticas internas, y los derechos humanos pueden descartarse si entran en conflicto con los “valores nacionales”. Es un planteamiento que hace que la justicia se incline en favor del gobierno; que, incluso cuando puede imponerse la pena de muerte, los juicios puedan celebrarse ante tribunales militares, y que los detenidos puedan ser recluidos indefinidamente incluso si un tribunal ordena que sean puestos en libertad.

En virtud de este planteamiento, los detenidos y otras víctimas de violaciones de derechos humanos se ven privados de reparación. Los responsables de los abusos pueden eludir las consecuencias. Las propias víctimas de los atentados del 11/S se ven privadas del derecho a ver que los responsables son juzgados ante tribunales adecuados. Y es un doble rasero, no normas internacionales, lo que se aplica en todo momento.

Estos son los mensajes que Guantánamo envía al mundo, y lo más seguro es que el mundo preste atención.

Si el gobierno estadounidense quiere realmente demostrar su compromiso con los derechos humanos, no solo tiene que cerrar de Guantánamo de inmediato, sino que debe también poner fin a la política de falta de respeto por los derechos humanos que ha llegado a simbolizar Guantánamo. Debe renegar de su doctrina de la guerra global e incorporar las normas internacionales de derechos humanos. Y tiene además que hacer rendir cuentas a los responsables de detenciones secretas, tortura, entregas extraordinarias y demás abusos cometidos durante estos 10 años.

El presidente Obama ha dicho que las detenciones de Guantánamo fueron un “experimento mal orientado”, pero ha dejado que el laboratorio siga funcionando.

Diez años después de su creación, Guantánamo continúa abierto, violando todavía los derechos humanos. Se ha convertido en símbolo de un decenio de agresión de Estados Unidos a los principios más fundamentales de derechos humanos. Guantánamo continuará arrojando su larga sombra hasta que todo lo que representa no sea más que historia.

FIN/Índice: AMR 51/001/2012.

Fuente: http://amnistia.org.uy