Compartimos la columna de Johana y Washington, los Trotamundos Uruguayos, esta vez desde Nazca, Perú, con sus «líneas», con las cuales es posible maravillarse «ante esas formas de origen misterioso, y creer, lo que la razón prefiera creer».

Luego de Cusco tuvimos una fugaz parada en Arequipa, por un tema de costos. Salir de las grandes ciudades a dedo nunca es una opción, así que averiguamos los precios de los buses hacia Nazca, nuestro próximo destino. El costo era exageradamente caro, así que elegimos dirigirnos a Arequipa, por una cuarta parte del precio, ciudad también bastante grande, pero pensábamos caminar hacia las afueras para hacer dedo, rumbo a la vieja y querida Panamericana, donde calculábamos, sería más sencillo.

 AREQUIPA

Esta ciudad, custodiada por el mítico volcán Misti, nos recibió a las 5 de la madrugada. Habíamos intentado dormir en el viaje, tomando en cuenta que eran 12 horas nocturnas de puro rodar, pero el pasaje barato nos pasó factura: era imposible dormir en esos asientos.

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Vista del volcán Misti desde la ciudad de Arequipa.

Así que allá estábamos, en la terminal de Arequipa, con muchísimo sueño, y aguantando las ganas de expulsar el pis retenido por 12 horas, por la testarudez de no querer pagar por el baño (todavía nos choca el hecho de que te cobren por ir al baño en cualquier lado).

No tuvimos mejor ocurrencia que empezar a caminar, buscando la salida a la ciudad.

Esto significó unas 2 horas de caminata sin descanso, con 17 kilos cada uno en la espalda, sueño, hambre y cansancio, con un sol cada vez más inminente.

Al final, cuando llegamos a la Panamericana y pudimos empezar a hacer dedo al rayo del sol (olvidate de encontrar sombra) Wa se empezó a sentir mal. Mientras él se sentaba en el piso,  y los camioneros le gritaban “¡levántese hombre!” sin imaginar siquiera lo mal que estaba, yo seguía haciendo dedo.

Bastante rato esperamos hasta que decidimos tomar un mini bus que nos acercara al próximo pueblo, y probar suerte desde allí.

PANAMERICANA, NOS VOLVEMOS A ENCONTRAR

Luego de conseguir algo de tomar, buscamos un lugar donde seguir haciendo dedo, y lo encontramos en un lugar donde cada tanto paraban camiones que nos obstruían la vista.

Casi dos horas pasaron cuando una especie de mini bus se detiene. En otras circunstancias, no hubiéramos aceptado ya que no queríamos pagar un bus, sino llegar a dedo, pero cuando pregunto el costo a la señora que nos abrió la puerta, solo me dijo “suban suban”. Nos llevó rato darnos cuenta que era una familia que estaba yendo de paseo a un pueblo cerca de Nazca, y que nos estaban llevando gratis (hasta nos dieron una manzana a cada uno que nos sirvió de desayuno).

Nos dejaron en un pueblo llamado “El cruce”, pueblo desde donde se intersecta a la tan deseada Panamericana, desde donde seguimos estirando el pulgar al aire.

La reacción de los conductores en Perú al ver gente haciendo dedo es bastante particular; algunos se ríen mucho, como si les hubieran contado un chiste justo cuando nos vieron. Otros nos miran sin entender bien de que manicomio nos escapamos para creer que hacer dedo nos va a funcionar. Otros nos saludaban con muchísima simpatía o nos levantan el pulgar también. Y otros, los que van disfrutando de una mini fiesta en el auto, nos muestran, sacando el brazo por la ventanilla, un vaso y una botella, probablemente con algún grado de alcohol en ellos (en su defensa, tengo que decir que esto siempre lo hacen los acompañantes, no el conductor).

Finalmente un auto se detiene y un señor nos invita a subir.

CAMANÁ

El señor que nos llevaba era abogado, y trabajaba tanto en Arequipa como en Camaná, quedándose a veces en un lado, a veces en otro. Aun así, su hogar estaba en la ciudad del volcán, siendo que en Camaná tenía una habitación sencilla para quedarse unos días de vez en cuando.

Este señor disfrutaba mucho de contarnos sobre sus viajes por Europa y enseguida quiso saber nuestros planes a futuro, si pensábamos casarnos, formar una familia alguna vez, si éramos católicos, etc.

Las casi dos horas de viaje que pasamos con el hizo que su confianza aumentara y la charla derivara en una invitación a darnos un chapuzón en el Océano Pacífico, y luego quedarnos a dormir en su cuarto de Camaná, para recuperar fuerzas.

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En la playa de Camaná con nuestro anfitrión inesperado.

No lo pensamos dos veces.

Camaná tiene ese aire de descanso, aire de fiesta y agua fresca, de verano, de despreocupación, de ropa ligera y arena bajo los pies.

O dicho en criollo: es un balneario.

Este señor nos dejó en el restaurante casero, al lado de su casa, mientras el se iba a encontrar con alguien. Ordenó a la cocinera que nos diera dos refrescos fríos a su cuenta, mientras él estaba fuera.

Media hora más tarde, llegaba con una sonrisa de oreja a oreja, ordenando comida a la cocinera para almorzar los tres juntos.

Acto seguido, nos lleva a su apartamento (que consistía en una habitación pequeña con baño) para que nos aprontemos para llevarnos a la playa.

Yo no soy una persona muy de playa (por varios motivos) así que no tuve que alistarme mucho porque no creía que me fuera a meter al agua, pero Wa estaba feliz. El ama la playa, y sería la primera vez que se bañaba en el Pacífico, ese Océano que algún día quiere cruzar.

Mientras yo lo miraba desde la orilla, el señor (que estaba de traje y zapatos) me intentaba convencer de que me metiera también, pero yo estaba firme.

Además, el Pacífico no tiene nada de Pacífico.

No había que meterse muy adentro para ser azotado por las olas, y el agua era bastante fría. Además, nos habían advertido de los pozos inesperados y que no era conveniente meterse mucho porque era un poco peligroso. No había forma de que yo accediera a meterme más que los pies.

Mientras tanto, Wa saltaba entre las olas como un delfín y yo estaba contenta de verlo tan a gusto.

En la noche, cenamos con el señor (ni nos preguntaba, directamente nos llevaba a cenar por su cuenta) para luego, con la panza llena, dirigirnos a su habitación para acomodar nuestros colchones inflables y darnos una ducha.

Nos dormimos temprano, sobre las 21 horas, y esa noche dormimos todo lo que no habíamos dormido en el día.

CAMINO A NAZCA

Al día siguiente, partimos temprano rumbo a Nazca.

El viaje fue largo, y la ciudad nos recibió en la noche,  por lo que no pudimos conocerla propiamente.

Nos limitamos a buscar una estación de servicio (llamadas “Grifo” en Perú) y pedir para poner la carpa; la reacción de la gente que allí atendía se tradujo en unos largos dos minutos de miradas silenciosas entre ellos… Era como si les hubieran hecho una pregunta difícil en un examen. Evidentemente, nuestra petición no era pan de cada día en Perú.

Finalmente, nos dijeron que al fondo había un lugar donde estaríamos resguardados y escondidos, y allá fuimos.

Mientras Wa armaba la carpa, caminé unas cuadras hacia una tienda para conseguir algo de comer y tomar. Lo que encontré fue solamente refrescos y un señor que al verme se acercó a hacerme muchísimas preguntas sin parar, primero asumiendo que era Argentina y luego de la tercera vez que le explicaba que venía de Uruguay (cuando finalmente entendió que Uruguay y Argentina eran cosas distintas) continuó con otras preguntas del estilo “¿y estás caminando sola por acá? ¿y siempre andan caminando? ¿cómo es Uruguay?” y mil preguntas más, sin parar.

Después de esta entrevista inesperada, volví a la carpa con un refresco de Lima bajo el brazo y sin comida ni aliento, después de responder tantas cosas.

LAS LINEAS DE NAZCA Y EL MANGO DE LA SUERTE

Si, ya sé, la mejor forma de ver las líneas es desde avioneta, pero nuestro presupuesto no puede permitiese hacernos sentir parte de la familia de las aves, así que nuestra idea era llegar a un mirador que hay sobre la ruta, desde el cual se pueden ver algunas líneas… No las más icónicas (olvidate del mono, la araña o el pájaro) pero peor es nada.

Estábamos haciendo dedo al costado de la ruta, trepando un montículo de pasto cuando no pasaban autos para ponernos al resguardo de un metro cuadrado de sombra que se iba moviendo con el tiempo, cuando aparece un chico que también estaba viajando de mochilero y al vernos no dudó en cruzar la calle para venir a saludarnos. Creo que nunca me voy a cansar esa especie de fraternidad, mezclada con empatía y alegría que se encuentra en la ruta con los demás mochileros.

El chico venía de Colombia, y a diferencia de nosotros que vamos subiendo, él venía bajando, así que nos dio algunos consejos sobre Colombia y Ecuador. Una vez más, alguien nos dijo que nos íbamos a enamorar de este país, y sobre todo, de Montañita. Veremos.

Cuando estábamos hablando con él, se acerca un chico que había pasado antes por al lado nuestro y habíamos saludado, pero esta vez venía con duraznos y un mango en las manos. Cuando se acerca, me extiende las manos y con un simple gesto y expresión seria, nos ofrece la fruta.

Era la primera vez en todo el viaje que alguien nos ofrecía comida mientras hacíamos dedo, y ciertamente, no esperábamos que fuese en Perú la primera vez que sucediera, más que nada por el hecho de que tanto acá como en Bolivia, alguien haciendo dedo genera más desconfianza que empatía.

No se si es que estaba en su punto, o si fue el hambre, o el hecho de que nos la hayan dado con tanta generosidad y ganas de ayudar, pero el mango me pareció muy rico, siendo que otras veces que había comido esta fruta casi no me había gustado.

Para mejorar todavía más la experiencia, apenas empiezo a comerlo, una ambulancia se detiene y se ofrece a llevarnos.

La lámpara de Aladino había que frotarse para que el genio te cumpliera los deseos.

En el caso de este mango, había que empezar a pelarlo para que apareciera la ambulancia y nos llevara a nuestro destino.

Una media hora después, estábamos viendo las líneas de “El árbol”, “Las manos” y la cercenada “Lagartija” que atravesaba la ruta, desde el mirador.

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“El Árbol” desde el mirador de la Panamericana

El costo para subir allí es de 4 soles por persona, y la vista es mejor de lo que esperábamos, sobre todo la del árbol, que se claramente.

Tanto, que hace dudar si no fueron retocadas en más de una oportunidad, pero supongo que eso nunca lo sabremos con certeza.

Por lo pronto, solo nos queda maravillarnos ante esas formas de origen misterioso, y creer, lo que nuestra razón prefiera creer.

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Poniéndonos al otro lado de la ruta, bajo el sol inclemente, sin rastros de sombra, y ante la mirada sorprendida de los policías y los turistas que llegaban sin parar al mirador, nos pusimos a hacer dedo una vez más.

Nos aprontábamos para lo peor, pero no pasaron ni diez minutos cuando un camión se detiene y un camionero peruano, novio de una chica que vivió 8 años en Uruguay, se detiene luego de ver nuestra bandera.

Entre charlas de autodefensa y consejos de seguridad, seguimos nuestra ruta hacia Ica, la ciudad del oasis.

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