En
este caso compartimos la Primera Parte
de esta reflexión del compatriota uruguayo Jorge Majfud, bajo el título «Historia
de un perdedor».

«Cuando
un apersona escribe su currículum vitae
sólo pone la lista de sus pequeños éxitos. Oculta siempre otra lista
inconmensurable de fracasos y frustraciones. Yo no soy la excepción, pero de
vez en cuando, como ahora, solicito incluir en mi legajo esta breve historia de
frustraciones y derrotas que me enorgullecen.

En
la campaña por el referéndum de 1980, las radios y la televisión de Uruguay
repetían simpáticos jingles a favor
del . «Sí, por mi país, Sí por Uruguay, Sí por el progreso y Sí por la paz. Sí
por el futuro, vamos a votar…
» Aquellos que impulsaban la opción por el No
para impedir que la dictadura militar se legalizara a sí misma, tenían negada
la misma libertad de propaganda. Por entonces yo tenía diez años y no podía entender
que los limpiaparabrisas funcionando un día de sol significaba un guiño anónimo
que decía «no, no». Por supuesto, como muchos votantes mayores, yo repetía esa
simpática canción que aseguraba un país feliz y en paz, ante la mirada
silenciosa y resignada de mi madre. Ella odiaba profundamente la dictadura y para
evitarme problemas en la escuela no me aclaraba que esa bonita canción era
parte de la misma violencia moral organizada por aquellos cavernícolas en
nombre del progreso y la paz. Así creció mi Generación del Silencio, alimentada
a base de mentiras y miedo.

El
No ganó en noviembre de 1980. Es decir, para el caso, felizmente yo perdí. Aunque
el teniente general Queirolo, convencido del triunfo del Sí, había manifestado
antes de la derrota que «a los vencedores no se les ponen condiciones» -lo que demostraba
la mentalidad democrática de esa Patria-, lo cierto es que toda la historia de
los vencedores democráticos que siguieron después, como en otros países del
continente, estuvo siempre especialmente condicionada. Democracias
Especialmente Condicionadas.

Volví
a perder cuando poco después descubrí la estafa: esa bonita canción había sido
hecha para aquellos señores mandíbula de piedra y uniforme que nos miraban
desde arriba. Aprendí que lo que parece ser, no es. Esta estafa moral se
continuó unos años después en la secundaria, abundante de profesores pro-dictadura
que enseñaban materias como «Educación Moral y Cívica», cuando nuestro gobierno
no era cívico, ni educado ni mucho menos moral. En aquellos centros de
adoctrinamiento cívico donde con frecuencia nos expulsaban por alguna
intrascendente rebeldía, se nos repetía cada día que vivíamos en una
democracia, aunque en un período excepcional. Ese período excepcional duró once
años, hasta 1984, y sus consecuencias se prolongan hasta hoy, cada vez que la
justicia debe mendigar a la secta de los antiguos militares una palabra, un
dato, un reconocimiento, un muerto.

En
1989 voté por primera vez en un referéndum que pretendía derogar la ley que
perdonaba los crímenes de lesa humanidad a los dictadores todavía con vida. Por
supuesto que volví a perder, esta vez como feliz votante. La opción que
defendía la impunidad de los militares había convencido a la mayoría de la
población de lo bien que habíamos logrado la Paz perdonando crímenes de Estado.
Al volver a la soledad de mi pequeño taller de estudiante, pinté en una pared:
«Ha vencido el miedo. La razón histórica deberá esperar aún mucho más». De
todas formas siempre dejo en la razón un espacio para la duda, ya que la razón
es la única que se atreve a dudar.

En
las elecciones siguientes voté a un partido nuevo, el partido Verde Eto-Ecologista
del profesor Rodolfo Tálice (1899-1999), que por entonces tenía noventa años y
una energía intelectual como pocos. En la noche del 26 de noviembre de 1989
encendí la radio y, por casualidad, escuché el recuento de votos de la escuela
donde yo había votado por la mañana: cientos de votos para un partido, cientos
para el otro, «y un solo voto para el Partido Verde», aparentemente anulado por
estar plegado de forma inhabitual.

Durante
los años ´90, voté a la izquierda. Eran los años de la euforia neoliberal de
los partidos conservadores en Uruguay y de Menem en Argentina. En mi última
elección en Uruguay, en 1999, estuve a punto de participar en la fiesta del
triunfo histórico de la oposición en Uruguay. Personalmente, a mí más que un
triunfo de la izquierda me interesaba la derrota de la derecha, enquistada en
el poder desde el gobierno y sus onerosos cargos
de confianza
hasta el más humilde y con frecuencia improductivo cargo de
desconfianza. Esa noche llegué a Montevideo mirando por la ventana del bus el
clima de fiesta del Frente Amplio. Las encuestas a boca de urna lo daban como
ganador. Al llegar, por el hall de entrada del edificio, vi cómo poco a poco los
tradicionalistas comenzaban a tomar las calles con sus banderas coloradas. Los
mismos de siempre. Había ganado Jorge Batlle. Otra vez había perdido mi
candidato.

Tal
como lo anticipamos repetidas veces a mediados de esa década, pronto, cuando se
agotara el recurso de ventas del modelo neoliberal criollo, sobrevendría la
crisis. La crisis llegó en el 2001 en Argentina y un año después en Uruguay. Fue
la peor en un siglo. Como a tantos obreros, profesionales o profesores de la
clase media, a mí me afectó directamente. Por entonces era común trabajar siete
meses cobrando medio sueldo. La otra mitad se recibía en cómodos insultos y
humillaciones. Mientras los bancos se llevaban los ahorros y nuestros sueldos a
otros paraísos financieros, yo aceptaba la invitación de un profesor
norteamericano para continuar mi carrera en el exterior.

Cuando
el partido de la oposición en Uruguay venció por primera vez en las elecciones
del 2004, yo ya estaba en Estados Unidos. Tuve que imaginarme a través de los
diarios esos ríos de gente festejando por las avenidas de todo el país. Nunca
profesé admiración ciega ni grandes preferencias por ningún hombre o mujer
dentro de ningún partido. Me lamentaba por no poder experimentar esa fiesta popular,
compartir una vez en mi vida esa alegría, ese desconocido sentimiento de haber
ganado en una contienda política, al menos como anónimo votante.

Ese
mismo año, ese mismo mes, había asistido muy de cerca el proceso electoral
entre demócratas y republicanos. Sin muchas esperanzas, estuve meses, días, horas,
minuto a minuto observando el desarrollo y las estadísticas de las elecciones.
Con un repentino dolor de muela, la noche de las elecciones tuve que asistir a
la derrota de John Kerry y John Edwards, aparentemente la mejor opción.

Este
año de 2008 no he podido evitar interesarme profundamente por el proceso
electoral de Estados Unidos. Hace pocos días escuché de principio a fin el
discurso que dio Barack Obama el 18 de marzo. Supuestamente debía ser una forma
de defensa por las acusaciones que le hicieran de ser el amigo y aconsejado de
un pastor «antipatriótico» y teólogo de la liberación. Obama no se defendió
sino que, con elocuente precisión, pasó a la ofensiva y apuntó a la tradición
de la disputa política de este país, a sus tabúes raciales y a las estrategias
propagandísticas de la derecha en el poder. En un programa de televisión
alguien se quejó del señor Obama: «nos ha insultado, por primera vez alguien
nos ha tratado como si fuésemos adultos». Aunque con algunos lugares comunes
-al fin y al cabo es un político que necesita votos- me pareció un discurso
intelectualmente impecable, frontal y organizado con el talento de un genio de
la política. Estoy seguro que no habrá otro individuo con sus habilidades por
mucho tiempo. De ganar no creo que signifique un cambio radical en nada, pero
sí el mayor y el mejor cambio posible. No obstante, por primera vez en muchas semanas,
su rival demócrata, Hillary Clinton, lo ha pasado en las encuestas generales. De
cualquier forma, no creo que en los años por venir se pueda evitar un terremoto
generacional que irá más allá de la política.

He
tenido la dudosa suerte de vivir en un tiempo interesante. Cruel, casi siempre
abominable, pero interesante. Está de más decir que mi influencia en la
política de mi país o de cualquier otro país ha sido y será siempre nula. No
deseo otra cosa. No obstante, por las dudas, yo le advertiría a cualquier
candidato que nunca trate de conquistar mi preferencia».

Jorge
Majfud. majfud@gmail.com

Athens, marzo 2008.