Según Frantz Fanon, el objetivo de la lucha de liberación no era sólo la desaparición del colonizador sino también la desaparición del colonizado. El nuevo humanismo no sólo se definía por el resultado de esta lucha sino por la lucha misma (Damnés, 173).[1] También en la América Latina del siglo XX las revoluciones y movimientos de liberación se diferenciaban de las revoluciones del siglo de la creación de las nuevas repúblicas. Si en el siglo XIX el objetivo era el desplazamiento del colonizador por la clase criolla, en el siglo XX los movimientos de liberación habían madurado la idea de un cambio moral aparte del cambio estructural. Uno no podía ser la consecuencia del otro. El revolucionario, la vanguardia histórica, podía actuar directamente sobre el estímulo moral —el trabajo voluntario, el desprecio por el valor monetario en el caso de la Cuba de Ernesto Guevara— para provocar un cambio social, pero el hombre nuevo no llegaría sin antes alcanzarse el cambio social. El hombre nuevo es el individuo liberado como opresor y como oprimido, es el individuo hecho pueblo, significa el renacimiento de la humanidad.

Pero el hombre nuevo, la nueva humanidad como en Prometeo y en Quetzalcóatl, nace del sacrificio, de la sangre del mártir que es aquel que ha alcanzado la conciencia pero no la plenitud aun de un estado superior. Quetzalcóatl, según Laurete Séroujé “es el símbolo del viento que arrastra las leyes que someten la materia: él aproxima y reconcilia los opuestos; convierte la muerte en verdadera vida y hace brotar una realidad prodigiosa del opaco dominio cotidiano” (Pensamiento, 151). La poética de Ernesto Cardenal lo versifica así: “un hombre nuevo y un nuevo canto / por eso moriste en la guerrilla urbana” (Oráculo, 21). Esta idea que identifica el sacrificio con la vida plena y opone la sangre al oro, una como representante de la vida sagrada y el otro como caída en el mundo material de la muerte, es común en la literatura de la cultura popular latinoamericana. Lo cual se opone radicalmente a la literatura policial anglosajona donde la sangre —siempre abundante— significa muerte y el beneficio económico o el prestigio social es el premio para quienes resuelven el misterio que amenazó el orden establecido.

En el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, es común la idea de las parejas generadoras y de la fertilidad de la naturaleza tras el sacrificio del individuo. Antes de que existieran los hombres, por una disputa de pelota, los hermanos Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú fueron enjuiciados, sacrificados y enterrados en el ‘Puchal Chah’, pista de cenizas donde se tiraban las pelotas en el juego. Le cortaron la cabeza a Hun-Hunahpú y enterraron su cuerpo decapitado junto con su hermano. Luego colgaron la cabeza de las ramas de un árbol de jícara al lado del camino. “Y el árbol, que siempre había sido estéril, se cubrió de pronto de frutos del ‘vach tzima’ o sea, del jícaro” (66).[2]

Una idea semejante relata el mito del Incarrí —o “inca rey”—conocido en el Perú de la colonia hasta mediados del siglo XIX, según el cual la cabeza del Inca ha sido enterrada bajo Cuzco o bajo Lima y se encuentra germinando el resto del cuerpo para renacer un día y volver a reestablecer el orden perdido (Fergunson, 148). Este mito, según Ángel Rama, “por sus características ha nacido dentro de la Colonia, anudando elementos de la mitología prehispánica, alguno de los cuales se encuentran consignados en los textos del Inca Gracilaso de la Vega, con otros que son de fecha posterior” (Transculturación, 170). Lucía Fox Lockert observó que Atahualpa murió en la horca o a garrotazos en 1533 y el pueblo tomó la versión de la decapitación de Tupac Amaru I —al igual que Tupac Amaru II, en 1781—, ocurrida cuarenta años después (Fox, 12). La mitología más antigua, desde México hasta Bolivia, abunda en este principio del sacrificio del cuerpo que produce la vida en el Cosmos. La idea de que el cuerpo sacrificado fecunda la tierra y da vida, se repite en el mito de Pachacámac, cuando éste despedaza al hijo de Pachacama y sus miembros se convierten en semillas. Su sangre, literalmente, fertiliza la tierra (Fergunson, 24). La misma idea persistió en el espacio histórico. Cuando Tupac Amaru se revela en 1780 contra la autoridad de la corona imperial haciendo beber oro derretido al gobernador español, símbolo de la ambición y desacralización del cosmos, los opresores responden con el mismo simbolismo. De igual forma que en un ritual azteca, le cortan la lengua en una plaza pública, tratan en vano de despedazarlo usando cuatro caballos (paradójico símbolo de la opresión) hasta que finalmente le cortan las manos y los pies. Pero el pueblo indígena del Perú, que atemorizado no presenció directamente los hechos, atribuyó a este día una conmoción cósmica: después de una larga sequía se levantó el viento y llovió.[3] El espíritu de Tupac Amaru significa aquí una suerte de Quetzalcóatl, dios del viento, que limpia el camino al dios de la lluvia para provocar la germinación. La muerte del mártir siembra la tierra. Como la muerte de Ernesto Che Guevara, a quien otro imperio cortó las manos, el sacrificio y la sangre derramada en pedazos significan vida y no muerte, siembra y no siega. El profundo significado del asesinato del cautivo argentino se les escapó a los servicios de inteligencia habituados a otros modelos de pensamiento.

Esta idea del sacrificio y el significado de la sangre persistirán especialmente en la Literatura del compromiso. El cubano Nicolás Guillén, en “La sangre numerosa”, inicia su poema con una dedicatoria significativa: “A Eduardo García, miliciano que escribió con su sangre, al morir ametrallado por la aviación yanqui, en abril de 1961, el nombre de Fidel” (Tengo, 112). Luego (con una conjugación peninsular y con remembranzas del antiguo latín, propia de las declamaciones poéticas del continente todavía colonizado) confirma el destino fértil de la sangre del mártir: “no digáis que se ha ido: / su sangre numerosa junto a la Patria queda” (113). Pero el mártir no asciende al cielo de los individuos elegidos por un Dios absoluto sino que florece en la historia, para fecundar el resto de la humanidad, el Cosmos.

(continua)

Jorge Majfud

majfud.org

Jacksonville Univeristy

[1] “Après la lutte il n’y a pas seulement disparition du colonialisme mais aussi disparition du colonisé. Cette nouvelle humanité, pour soi et pour les autres, ne peut pas définir un nouvel humanisme. Dans les objectifs et les méthodes de la lutte est préfiguré ce nouvel humanisme” (Damnés, 173).

[2] Hun-Hunahpú significa “tirador de cerbatana”; su hermano era Vucub-Hunahpú, ambos nacieron antes que los hombres. Sus padres eran “Amanecer” y “Puesta del sol” (57) y cada uno de los hijos tuvo dos hijos. A la pelota se jugaba de a dos en dos.

[3] Esta historia es referida de forma similar, entre otros, por escritores contemporáneos tan diferentes y opuestos como Eduardo Galenao en Memoria del fuego (1984) y Carlos Fuentes en El espejo enterrado (1992).